En octubre de 2016, la diputada Camila Vallejo presentó un proyecto de ley para cambiar algunas de las palabras de la fórmula con que se inician las sesiones de la Cámara de Diputados: “en el nombre de Dios y de la Patria, se abre la sesión”.
Vallejo propuso que la alusión a Dios fuera reemplazada por “en representación del pueblo de Chile” y respaldó su idea diciendo que “muchos de nosotros fuimos electos no para legislar en nombre de Dios sino que en nombre de nuestros principios, nuestras propuestas y electores”. Un rechazo violento de parte de parlamentario(a)s de la UDI y de la Democracia Cristiana impidió que el proyecto prosperara. El senador Andrés Zaldívar llegó a afirmar que el proyecto era una muestra de intolerancia que buscaba “impedir por ley la religión”. Algunos días después, Vallejo inició la sesión de la Comisión de Ciencia y Tecnología con la expresión “en nombre de la patria, se abre la sesión”. José Antonio Kast, diputado integrante de la Comisión, realizó una petición de censura contra la diputada que la presidía, la que fue rechazada por los otros integrantes. Camila Vallejo señaló que “contrario a lo que se ha tratado de decir -que no respeto las posiciones de los parlamentarios- soy muy respetuosa de las creencias y visiones religiosas que hay en esta Cámara (…) y con el mismo respeto pido lo mismo [para] quienes no creemos”.
Tres años más tarde, en octubre de 2019, la movilización sociopolítica de la ciudadanía multiplicó las demandas por pluralismo y equidad. La crítica al neoliberalismo fue complementada con una crítica a la sociedad tradicional chilena y su condición colonialista, clasista, racista, patriarcal, heteronormativa y cisnormativa. Varios siglos de hegemonía y dominación cultural fueron cuestionados por la ciudadanía que protestaba en las calles y en las redes sociales, exigiendo un trato digno. Las reivindicaciones identitarias impregnaron el proceso constituyente y la elección presidencial.
En un esfuerzo por interpretar la situación, Carlos Peña publicó recientemente su libro “La política de la identidad. ¿El infierno son los otros?” En él sostiene que la izquierda mundial, incluida la chilena, abandonó su identificación exclusiva con el proletariado como clase universal. La misión del proletariado en la estrategia política del marxismo tradicional era dirigir y promover la emancipación conjunta de la humanidad. Hoy, en cambio, la izquierda reivindica la singularidad de los colectivos excluidos o discriminados, luchando por la promoción de sus intereses particulares. La etnia, el género, la edad, la orientación sexual, los estilos de vida, las pertenencias comunitarias, la estratificación social, determinan la organización de una diversidad de identidades colectivas cuyas demandas de reconocimiento son acogidas por el proyecto político de esta nueva izquierda.
El proletariado no es una categoría social capaz de universalizar las demandas e intereses de toda la población. Fue justamente la identificación exclusiva con el proletariado lo que impidió durante mucho tiempo que los partidos de izquierda incorporaran, por ejemplo, las demandas feministas, de las diversidades sexuales y de los pueblos indígenas. La corrección que la izquierda ha realizado en su lectura de la realidad enriquece considerablemente su proyecto de ampliación y profundización democrática, permitiéndole entender la sociedad como una realidad compleja y valorar las instituciones democráticas liberales como una condición que debe ser mantenida en la construcción de una sociedad más justa y equitativa.
Aunque el libro de Peña no lo dice, también la derecha realiza política identitaria en Chile. La derecha organiza sus propuestas políticas en referencia expresa a objetos culturales con los que se identifica desde el origen del país. Objetos singulares que instaló en las instituciones de la república como si fueran universales. La referencia constante a Dios y al cristianismo católico en nuestras instituciones ha sido la fórmula con que la derecha ha buscado universalizar las demandas de los grupos integristas y fundamentalistas religiosos que forman parte de su proyecto político. La política de la identidad opera, en este caso, no como la reivindicación de condiciones marginadas, excluidas o abusadas -como ocurre en el proyecto de la izquierda- sino, más bien, como la instalación abusiva, excluyente y discriminadora de las propias convicciones en las instituciones que regulan la vida de toda la población.
Cuando la derecha instala sus convicciones en las instituciones sociales, realiza política identitaria, sólo que excluyente, discriminadora y abusiva. Realiza política identitaria para impedir la instalación de una verdadera democracia actuando en contra del pluralismo ético que le es constitutivo. Reclama que se atenta contra la libertad de culto cuando se plantea la posibilidad de eliminar toda referencia religiosa en el funcionamiento del poder legislativo, desconociendo que es justamente la separación entre iglesia y Estado lo que genera tanto la libertad de conciencia religiosa como la libertad de conciencia política. Sostiene que se atenta contra sus convicciones religiosas cuando se propone una ley de despenalización del aborto que otorga a quien se embaraza el poder de decidir la continuación de su embarazo o la interrupción del mismo en etapas tempranas de la gestación, desconociendo que quien no quiera abortar no tiene la obligación de hacerlo. Lo mismo vale para el divorcio y el matrimonio igualitario: no presionan a las parejas a separarse ni obligan a nadie a casarse con quien no quiere hacerlo. Pero la derecha se ha opuesto sistemáticamente a cada uno de ellos cada vez que ha tenido la ocasión. Cuando se habla de terminar con las instituciones educativas confesionales -realizando efectivamente la separación entre iglesia y Estado al sacar la catequesis de los colegios y de las universidades- la derecha reclama el derecho de los padres a decidir la educación de sus hijos, descartando por completo el derecho de los niños y jóvenes a recibir una educación pluralista que les permita adoptar sus convicciones sin coacción. En su último programa presidencial, la derecha ha llegado a proponer eliminar de las bibliotecas escolares aquellos libros que promueven modos de relación que sus convicciones integristas no toleran, como “Nicolás tiene dos papás”, por ejemplo. También ha propuesto la creación de incentivos en materia de salud para promover la existencia de parejas casadas y disminuir el número de parejas solteras. La ampliación de los derechos y las libertades de la ciudadanía han sido el resultado de largas luchas populares en toda la historia del país, a las que la derecha ha opuesto su poder político, económico y militar.
Al revés, el proyecto de la nueva izquierda identitaria debe ser entendido como un esfuerzo por abrir las instituciones a la diversidad ética, estética y epistémica que siempre ha existido en Chile. La diversidad de comunidades de socialización, con diferentes ideas de la vida buena, con valoraciones estéticas diversas y con distintos sistemas de interpretación de la realidad, no son una creación de los últimos años. Chile ha sido siempre un país multicultural, plurinacional, diverso en materia de adscripciones religiosas y no religiosas, con variedad de lenguas, estilos de vida, opciones sexuales y costumbres de todo tipo. La negación de esta situación, producto de la cooptación de las instituciones por las ideas integristas y fundamentalistas de derecha no ha extinguido nuestra diversidad ni ha terminado con la exigencia popular de una sociedad abierta, en donde las personas, comunidades y grupos puedan convivir en condiciones de igualdad. El ejemplo más claro de lo que afirmo y el lugar en dónde mejor se expresa hoy esta diversidad es, qué duda cabe, la Convención Constitucional. No sólo por su composición sino, también, porque tiene la tarea de construir la ley fundamental de la república, incorporando en su articulado las condiciones de igualdad de estatus y paridad participativa -como dice la filósofa Nancy Fraser- que nos permitan reconocer y promover la ciudadanía compleja que somos. La misma Nancy Fraser nos ha mostrado que no basta, por supuesto, con las demandas de reconocimiento identitario para lograr esto. Es necesario insistir en el proyecto tradicional de la izquierda en materia de redistribución económica. La equidad forma parte de la igualdad de estatus y la paridad participativa, tanto como el pluralismo. Pero eso lo tiene claro la ciudadanía que ha expresado sus deseos en la calle y en las redes sociales, aprobando con una tremenda mayoría el proceso constituyente y eligiendo una Convención Constitucional diversa. Lo tiene claro aquella ciudadanía que busca reemplazar la sociedad del honor -construida a partir de los privilegios de unos y la servidumbre de los demás- por la sociedad de la dignidad. Lo tiene claro aquella mayoría ciudadana que clama por una sociedad pluralista, multicultural y plurinacional, respetuosa del medio ambiente, las opciones personales y comunitarias. Aquella ciudadanía que el proyecto de la nueva izquierda busca convocar y representar.
Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo Social
Socio SOCHIPSICO